Nos toca convivir con el miedo

 

Voy a contarte una historia.

La historia de Mariona La Valiente.

Mariona (nombre que me acabo de inventar) es una chica que no tiene miedo.

De nada.

Nunca.

En toda su vida.

Dicho así suena genial.

¿A qué sí?

Creo que todos pagaríamos por no sentir cómo se nos acelera el pulso.

Por no tener un puño estrujándonos los pulmones.

Por no notar el estómago que se encoge hasta sentirlo como una pelota de tenis.

Por no tener unas repentinas e intensas ganas de hacer pis.

O vomitar.

Por no desear salir corriendo en cualquier dirección.

Meternos en la cama y no salir en dos días.

Nada de miedo, nunca, vaya.

Así que Mariona fue sometida a algunas pruebas por unos científicos fascinados por su condición.

La expusieron a una serie de situaciones que dan miedo por sistema.

No a todo el mundo, es verdad, pero a mucha gente sí.

Que si una araña peluda con una calavera pintada en el lomo.

Que si una serpiente que podría comerse a un cachalote.

Que si una rata que desayuna gatos de lo enorme que es.

Esas cosas.

Y la Mariona, que ya sabemos que no tiene miedo, lo que sí tenía era un extra añadido.

Se aproximaba con curiosidad a todos estos, digamos, estímulos.

Podría pasar de ellos, que eso es también una muestra de que le dan igual.

Pero no, la tía para allá que iba a toquetear a la araña.

A acariciar a la serpiente.

A jugar con la rata jumbo.

Los científicos, que sí que tenían miedo, se lanzaban sobre ella para detenerla.

Ante la posibilidad de quedarse sin sujeto de estudio, cambiaron de estrategia.

Le montaron una sala de cine y se dedicaron a ponerle escenas de terror.

De las pelis que más miedo dan.

Una tras otra.

La tía se partía la caja.

Le encantaban.

Y pedía que le dijeran el título de las películas para poder seguir viéndolas en su casa tranquilamente.

Los científicos estaban ya algo desesperados.

Es que no le tiene miedo a nada de nada”.

Hasta que uno tuvo una gran idea.

Es lo que tiene trabajar con varios cerebros juntos.

A alguno se le termina ocurriendo alguna genialidad.

¿Y si en lugar de exponerla a estímulos que dan miedo desde fuera?

¿La exponemos a estímulos que vengan de dentro?

Vale.

Le pidieron que inhalara un gas con una mascarilla.

Uno que bloquea el oxígeno en sangre.

Lo que genera automáticamente una angustiosa sensación de asfixia.

Mariona accedió encantada.

Todo aquello le parecía muy divertido.

Pero a los 11 segundos se arrancó la máscara de la cara.

Tenía los ojos desorbitados.

Las pupilas abiertas y negras como pozos negros.

Respiraba agitadamente, con la boca muy abierta.

Movía las manos compulsivamente.

Y era incapaz de estarse quieta.

Tardó un buen rato en poder hablar.

Tenía miedo.

Mucho.

Miedo.

Su cuerpo había detectado un grave peligro para su vida, y había activado todas las alarmas.

Por primera vez en toda su vida.

Los científicos, perversos ellos, aplaudían su éxito.

Luego recuperaron la compostura y explicaron lo que podía estar pasando.

Mariona les dijo muy claramente:

Ha sido la peor experiencia que he tenido en mi vida, ha sido horrible, y no quiero que se repita bajo ninguna circunstancia, nunca jamás”.

Esa fue su opinión sobre lo de sentir miedo.

Mariona está enferma.

Sufre un raro síndrome que, entre otras cosas, destruye la amígdala.

La de la garganta, no.

La del cerebro.

La encargada de gestionar el miedo y activar alarmas y hacerte sentir como si te estuvieras muriendo, aunque solo tengas que decirle que no a alguien.

Es peligroso vivir sin miedo.

Y es igualmente peligroso vivir una vida donde el miedo vive por ti.

Así que si tu perro tiene miedos que le superan.

No se trata de que no tenga miedo.

Ni de que deje de demostrar que tiene miedo.

Se trata de que aprenda a gestionarlo.

Y que se sienta mejor y sepa cómo hacerle frente.

Que pase de ser “la peor experiencia de su vida” a “es desagradable, pero puedo con ello”.

Para eso necesita toda tu ayuda.

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