Leo en un magnífico libro de Alexa Capra (Cambia tu mente):

Otro problema deriva de los consejos y las pautas que nos dan para llegar a ser un buen propietario. “¡No mires al perro a los ojos! ¡No prestes atención al perro si te la pide! ¡No consueles al perro si tiene miedo!…”. Todo esto representa la muerte de la comunicación.

Todo el libro es una obra maestra para comprender mejor al perro, pero destaco este párrafo porque automáticamente me ha recordado mis primeros días con Jimena.

Jimena es uno de los galgos que vive conmigo.

Es un galgo del montón.

No tiene historia trágica ni antecedentes de maltrato severo ni nada que la haga destacar.

A pesar de que las muchas cicatrices de su cuerpo pudieran hacer pensar lo contrario.

Su historia era sencilla y corta: la hemos encontrado preñada y muy flaca en la calle de un pueblo de Huelva. No es de nadie. Tiene dos años (edad típica de abandono de galgos que “ya no valen”). Es todo.

Muy bien.

La adopto.

Me gusta que cuando lleva 10 minutos en casa, se ha echado una carrera por el reducido espacio de mi piso, ha tomado un peluche de la caja de los juguetes (para perros) y se ha lanzado sobre el sofá a jugar con él.

En  mi casa lleva un mes y no la he visto hacer nada de esto” me dice su cuidadora.

De acuerdo.

Se queda conmigo entonces, ya que parece que nos gustamos mutuamente.

Los problemas aparecen después.

Jimena no establece contacto visual conmigo.

Se comporta como un perro disecado.

¿Y qué hacen los perros disecados?

Nada.

Lo cual es genial, ¿no?

Esa es justo la definición de “perro bueno”

Un perro que no hace nada.

Debería estar feliz por tener un perro así.

Pero soy humana.

Y los humanos solo somos contradicciones con piernas y nunca estamos contentos.

Yo quiero que Jimena se porte bien.

Quiero que se porte mal.

Quiero que me haga caso.

Y que me desobedezca.

Quiero que simplemente, se porte.

Que haga cosas.

Cosas de perro.

Pero no las hace.

No hace nada, en realidad.

Es mi primer contacto con un perro con indefensión aprendida.

Las personas con perros así nunca consultan nada sobre comportamiento.

Si el perro es “bueno”, no tiene sentido.

Y si está tan afectado por la indefensión que deja de comer, pasa de ser un “perro bueno” a ser un “perro enfermo”.

Y entonces van al veterinario.

Nadie ve un problema en esta conducta.

Yo sí.

Porque veo un perro  infeliz.

Un cascarón vacío e inerte.

Un perro roto.

Y eso me duele.

Así que me puse a trabajar con ella.

Probé con el clicker.

A adiestrarla con refuerzo positivo.

Es una buena técnica.

Hace ya muchos años de esto.

Hoy no haría eso.

No porque sea malo, que no lo es.

De hecho, la ayudó.

Simplemente no lo haría porque estaba  usando una herramienta de adiestramiento para solucionar una alteración de la conducta.

Y eso a priori no tiene mucho sentido, aunque actualmente se haga bastante.

El caso es que traté de enseñarla a sentarse.

Pero Jimena no se sentaba.

Nunca.

Y fue cuando me di cuenta de ese detalle: tampoco establecía contacto visual conmigo.

Y a eso me agarré: ¿cómo voy a enseñarle nada a un perro, cómo voy siquiera a ayudarle, si no puedo comunicarme con él?

No mirarle a los ojos (enviando el mensaje “no existes para mí”).

No prestarle atención si te la pide (enviando el mensaje “ni siquiera estás ahí, me niego a reconocer tu presencia”).

No le consueles si tiene miedo (enviando el mensaje “no soy de fiar, no puedes contar conmigo para nada”).

Resumiendo: no te comuniques con tu perro, o peor, envíale  un mensaje totalmente inadecuado que ningún perro querría escuchar.

No eres importante para mí. No reconozco tu existencia, ni tus necesidades, ni tus emociones. No puedes fiarte de mí”.

Ese es el mensaje que reciben muchos perros cada día.

Seguramente el mismo que recibió Jimena en el pasado.

Entonces reajusté mis prioridades: yo no quería que se sentara a la orden.

Quería que se comunicara conmigo.

Así que eso fue lo que trabajé, “mírame, estoy aquí, te puedo ayudar si me dejas”.

Tardé tres semanas en conseguir una respuesta a mi mensaje.

Pero funcionó.

Jimena aprendió a sentarse,  y jamás se lo he pedido, porque me da igual si se sienta o no.

Pero me mira a los ojos.

A menudo.

Y sonríe.

También se porta bien.

Y mal.

Hace gamberradas.

Y a veces tiene ideas inteligentes, 🙂

También hace cosas que otros galgos no hacen.

A veces no hace nada, simplemente.

Pero ya no parece un perro disecado.

Creo que es feliz.

La he visto evolucionar y crecer, y yo al menos me siento feliz cuando la veo mirarme y sonreír.

Eso es lo que yo necesitaba.

Que me mirase a los ojos.

Que me prestara atención.

Y que supiera que soy de fiar y que puede contar conmigo si tiene miedo.

En eso consiste una relación.

En mirarse a los ojos, y poder sonreír.

En comunicarse con el otro.

Y si has llegado hasta aquí y esta historia te ha dado en qué pensar, que sepas que envío una historia a mis suscritores, todos los días.

Una al día.

Y una guía de bienvenida con ideas que seguro que te interesan, si tienes perro y no quieres que esté disecado.

Si eres fan de los perros «buenos» que lo son porque nunca hacen nada, entonces mejor ni te molestes.

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