Diferencia entre objetivos y sistema

 

 

Te voy a contar una pequeña historia.

Una de esas de gente corriente que te llega al alma.

No está completa, porque la escuché en la radio y la pillé empezada.

Así que rellenaré algunos huecos.

Resulta que un hombre que había participado en una San Silvestre con su hijo estaba contando cómo les había ido.

El hombre corría con un niño pequeño.

El niño, su hijo, al parecer tenía algún problemilla.

Ya de más pequeño tenía algunas cosas diferentes.

El padre veía a los niños de la misma edad de otros, y se daba cuenta de que algo no encajaba.

Algo no iba bien con su hijo.

Así que fue a pedir ayuda, y tras las pertinentes pruebas, le anunciaron que sí, que su hijo era diferente.

Y que, entre otras cosas, probablemente nunca hablaría en su vida.

No se trataba de un problema físico (aquí llegué tarde para enterarme).

Puede que fuera autismo.

Puede que fuera otra cosa, no lo sé.

Pero el hombre, supongo que tras una larga y dolorosa lucha interior, tomó una decisión.

Una muy importante.

No iba a machacar a su hijo para que fuera como el resto.

No le presionaría para que hablase.

Ni le suplicaría o le sobornaría.

Ni le exigiría nada o condicionaría su atención o su amor para conseguir unas palabras.

No se pilló una pataleta ni dirigió todos sus esfuerzos a lograr que el chaval hablase.

Nada de eso.

Lo que hizo fue olvidarse del asunto.

Si no habla, pues no habla.

Sigue siendo mi hijo y es un gran niño y le quiero igual.

Así que en lugar de perseguir el objetivo “el niño tiene que hablar a toda costa”.

En plan, si no lo consigue no será normal, no encajará en este mundo, no logrará integrarse.

Decidió averiguar qué era lo que más le gustaba a su hijo.

Lo que más le motivaba y disfrutaba haciendo.

Y lo harían juntos, todos los días.

Compartiría con él momentos de calidad y situaciones donde el niño se sentía cómodo y feliz.

Y ya.

Ese era el sistema.

Sin objetivos ni finalidad, más allá de compartir y estar junto a su hijo.

Pues resultó que al niño le gustaba correr.

Y juntos corrieron.

Entrenaron y sumaron kilómetros juntos.

Y un día el padre le propuso correr una San Silvestre.

Se prepararon para el gran acontecimiento, juntos.

Y llegado el día, allí estaban, padre e hijo, dispuestos a pasar un gran momento, juntos.

Sin expectativas, sin importarles quién llegara primero o último.

Correr por correr y por compartir, sin mayores pretensiones.

Llegaron finalmente a meta, exhaustos y felices.

Y entonces el niño se volvió hacia su padre, le miró fijamente… y habló.

“¿A qué he corrido bien, papá?”

Solo dijo esas seis palabras, pero fueron suficientes.

El hombre contaba que entonces las piernas le cedieron, y se fue derecho al suelo.

Y allí, de rodillas, se puso a llorar como no había llorado en su vida.

No me extraña.

Yo estaba llorando solo de escucharle.

Pues este es el enfoque de la educación canina respetuosa: no imponer nuestros criterios y esforzarnos por conseguir lo que queremos o lo que se supone que debe ser normal.

Sino centrarnos en mirar por hacer feliz al perro y que se sienta seguro y confiado a nuestro lado.

El resto vendrá solo, cuando toque.

Si es lo que estás buscando, envío cada día un correo con reflexiones como ésta. Y te las estás perdiendo, a la de hoy ya no llegas.

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Eso sí, te apuntes cuando te apuntes, tienes un regalo de bienvenida.

 

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